Los mejores relatos de Ciencia Ficción: La era del cambio 1956-1965
(The History ofthe Science Fiction Magazine 1956-1965).
Publicado origanalmente en Gran Bretaña, 1978, por New English Library.
Michael Ashley (compilador)
Editorial Martinez Roca
Colección Super Ficción N° 67
1981
Traducción de César Terrón
Tapa blanda, rústica sin solapas 270 páginas
Tapa: Horacio Salinas Blanch
Impreso en Barcelona (España)
✶ ESTADO: 9/10. Excelente estado
Sin detalles
✶ SINOPSIS:
El decenio 1956-1965 marca una época crítica para la ciencia ficción. La reciente respetabilidad del género motivó la atención, muchas veces peligrosa, del cine y la televisión. El inicio de la Era espacial en octubre de 1957 parecía confirmar aquello de que la realidad supera a la ficción. Pero la crisis condujo a la renovación del género: cuantitativa, por la aparición de una pléyade de nuevos autores; cualitativa, por la aparición de una pléyade de nuevos autores; cualitativa, por la revolución de la temática, que abandona de una vez por todas la fascinación por la cacharrería espacial, sentándose nuevas normas de calidad, como demuestra el presente volumen.
✶ CONTENIDO:
INDICE
- Prefacio
- Introducción y nueva ola
1- El bebé del Señor Culpeper – Kenneth Bulmer
2- Todas las lágrimas del mundo – Brian Aldiss
3- Ozymandias – Robert Silverberg
4- El amor y las estrellas – Kate Wilhelm
5- El loco Maro – Daniel Keyes
6- El hombre sobrecargado – J. G. Ballard
7- Las calles de Ascalón – Harry Harrison
8- Los sacrificables – A. E. von Vogt
9- Niño problema – Arthur Porges
10- Bueno es hablar, pero mejor es callar – John Brunner
- Autorizaciones
✶ EXTRA: Cuento completo "El hombre sobrecargado", de Ballard. Traducción de la presente edición.
J. G. Ballard de New Worlds, julio de 1961
Calificar a Ballard como uno de los escasos talentos altamente innovadores en los dominios de la ciencia ficción no es ninguna exageración. Y quizá la razón resida en que este autor llegó virgen al género, sin haber pasado por el aprendizaje del lector de revistas y el aficionado activo. Desde ese punto de vista, puede considerársele como un intruso. Pero desde luego fue uno de los primeros en aportar elementos procedentes de la tradición literaria en general al mundo de la revista barata.
James Graham Ballard nació el martes 18 de noviembre de 1930 en Shanghai, ciudad en la que su padre ejercía como médico. Todavía adolescente, apenas los rumores de la guerra se extendieron por Extremo Oriente, se encontró internado en un campo de concentración japonés. Repatriado a Gran Bretaña en 1946, marchó a Cambridge para estudiar medicina. Allí comenzó a escribir, ganando un concurso de relatos breves en 1951, salir de la universidad, trabajó como redactor de textos publicitarios y, posteriormente, sirvió en las fuerzas aéreas. En el verano de 1956, Ballard presentó su primer relato de ciencia ficción, Escapement (Escape), a John Carnell, que lo publicó en el New Worlds de diciembre de 1956. El resto, como suele decirse, es historia. No obstante, en años recientes, se ha hartado por completo de la ciencia ficción para introducirse en los dominios de una fantasía simbólica y surrealista, de la que son ejemplos Crash (1973) y Concrete Island (Isla de hormigón) (1974). Al igual que H. G. Wells con In the Days of the Comet (En los días del cometa) (1906),
Ballard pasó por la ciencia ficción, dejando su marca indeleble, antes de emprender otros rumbos. Ejemplo de dicha marca imborrable fue The Overloaded Man, muestra típica del creciente interés de Ballard por el funcionamiento de la mente, una tendencia que contribuyó a convertirle en uno de los más polémicos escritores de ciencia ficción.
El Hombre Sobrecargado
Faulkner se estaba volviendo loco.
Después del desayuno, esperaba impaciente en la salita mientras su esposa arreglaba la cocina. Julia se iría al cabo de dos o tres minutos, pero, sin saber por qué, la corta espera de todas las mañanas le resultaba insoportable. Al tiempo que alzaba las persianas venecianas y colocaba la hamaca en la veranda, permanecía atento a los eficaces movimientos de Julia. Siguiendo su inalterable rutina, su esposa colocó los vasos y platos en el lavavajillas, introdujo la cena de aquella noche, carne, en la cocina automática y ajustó el dispositivo, redujo la potencia del aire acondicionado y del calentador, abrió el colector del depósito de petróleo, previendo la llegada del camión de suministro por la tarde, y dejó abierta su parte de la puerta del garaje.
Faulkner seguía admirado aquella serie de movimientos, contando los pasos sucesivos, mientras los aparatos emitían diversos sonidos. «Deberías estar en los B-52 —pensó—, o en el edificio de control de una planta petroquímica». Julia trabajaba en la sección de personal de una clínica. Sin duda, se pasaba todo el día envuelta en el mismo torbellino de eficiencia, apretando botones que ostentaban las etiquetas «Jones», «Smith» y «Brown» y apartando los parapléjicos a la izquierda y los paranoicos a la derecha.
—¿No vas a la escuela hoy? —le preguntó.
Faulkner meneó la cabeza y manoseó algunos de los papeles del escritorio.
—No, prosigo mi reflexión creativa. Sólo por esta semana. El profesor Harman pensó que me encargaba de un número excesivo de clases y que estaba saturado.
Julia asintió, mirándole con desconfianza. Faulkner llevaba tres semanas seguidas en casa, dormitando en la veranda, y ella empezaba a sospechar. Más pronto o más tarde, comprendió Faulkner, lo averiguaría. Sin embargo, confiaba en que para entonces estaría fuera de su alcance. Ansiaba contarle la verdad, decirle que dos meses atrás había abandonado su trabajo de profesor en la escuela de comercio y que no tenía intención alguna de volver. Julia se llevaría una desagradable sorpresa cuando descubriera que no quedaba prácticamente nada del último talón bancario de su marido y que tal vez tendrían que arreglárselas con un solo coche. «¡Que trabaje ella! —pensó Faulkner—. De todas formas, gana más de lo que yo ganaba…»
Sonrió a su esposa, no sin gran esfuerzo. «¡Vete de una vez!», chilló mentalmente. Pero Julia siguió revoloteando, sin decidirse.
—¿Qué piensas almorzar? No hay…
—No te preocupes por mí —la interrumpió. Miró su reloj—. Dejé de comer a mediodía hace seis meses. Supongo que tú almorzarás en la clínica. Incluso hablar con ella le resultaba penoso. Le habría gustado comunicarse a través de notas. Incluso compró dos libretas con tal fin. Con todo, nunca había sido realmente capaz de sugerirle a ella que utilizara ese procedimiento, aunque solía dejar mensajes a su esposa, con el pretexto de que su mente se encontraba tan ocupada en cuestiones intelectuales que hablar rompería el hilo de sus pensamientos.
Cosa muy curiosa, la idea de abandonar a Julia jamás le pasó por la cabeza. Una huida así no probaría nada. Además, planeaba algo muy distinto.
—¿Estarás bien? —preguntó Julia, todavía contemplándole con aire inquisitivo.
—Perfectamente —contestó Faulkner, conservando su sonrisa, un gesto tan abrumador como todo un día de trabajo.
El beso de su esposa fue rápido y funcional, como el golpe de una descomunal máquina de taponar botellas. La sonrisa seguía en los labios de Faulkner cuando Julia llegó a la puerta. En cuanto su mujer hubo salido, dejó que aquella sonrisa fuera borrándose poco a poco, hasta que se encontró respirando de nuevo, cada vez más sosegado. Permitió que la tensión se disipara a través de sus brazos y piernas. Erró por la vacía casa durante algunos minutos y luego volvió a la salita, dispuesto a iniciar su trabajo en serio.
Su programa solía seguir siempre el mismo curso. Primero, tomaba un pequeño despertador, que guardaba en el cajón central de su escritorio, un aparato conectado a una pila eléctrica. Esta última llevaba una correa para la muñeca. Tomaba asiento en la veranda, se sujetaba la correa a la muñeca, fijaba la hora a la que debía sonar la alarma, daba cuerda al reloj y lo colocaba sobre la mesa, cerca de él, atando uno de sus brazos a la silla a fin de eliminar el riesgo de tirar el aparato al suelo. Terminados los preparativos, se recostaba en la silla y examinaba la escena frente a él.
Menninger Village, o el «Cajón», como se le llamaba a nivel local, había sido construido hacía diez años como un grupo autónomo de viviendas para el personal graduado de la clínica y sus familias. El conjunto constaba en números redondos de sesenta viviendas, cada una de ellas diseñada para encajar en un determinado nicho arquitectónico, conservando su propia identidad interior y, al mismo tiempo, fusionándose con la unidad orgánica de todo el complejo. El objetivo de los arquitectos, enfrentados a la tarea de comprimir un gran número de pequeñas viviendas en un solar de menos de dos hectáreas, se centró, en primer lugar, en evitarla creación de una serie de jaulas idénticas, como en la mayoría de las urbanizaciones; en segundo lugar, en diseñar un magnífico ejemplo de institución psiquiátrica de categoría, que sirviera de modelo para los complejos residenciales futuros.
Sin embargo, como todo el mundo había descubierto, vivir en el Cajón era como el infierno en la tierra. Los arquitectos habían recurrido al denominado sistema psicomodular —un diseño básico en forma de L—, lo cual venia a significar que todo estaba por encima o por debajo de algo. El conjunto formaba una masa irregular de vidrios deslustrados, curvas y rectángulos blancos, a primera vista excitante y abstracto (la revista Life había dedicado varios reportajes fotográficos a las nuevas «tendencias arquitectónicas» sugeridas por el complejo residencial); en realidad, deforme y visualmente agotador para sus moradores. La mayoría de los cargos principales de la clínica abandonaron muy pronto su vivienda, y el Cajón quedó a disposición de toda persona capaz de dejarse convencer para vivir allí.
Faulkner miró al otro lado de la veranda, aislando de la confusión de blancas formas geométricas las otras ocho casas que distinguía sin mover la cabeza. A su izquierda, la de los Penzil, la más próxima; a su derecha, la de los McPherson. Las otras seis quedaban enfrente, en la parte más alejada de un entrelazado embrollo de jardines, abstractas ratoneras separadas por paneles blancos de un metro de altura, ángulos de vidrio y mamparas de rejilla.
En el jardín de los Penzil, había una serie de enormes cubos, de un metro de lado, con las letras del alfabeto, un juguete para los dos hijos de la familia. Solían dejarle mensajes a Faulkner sobre la hierba, a veces obscenos, otras oscuramente sibilinos. El de esta mañana pertenecía a la segunda categoría. Los bloques formaban las palabras: ALTO Y VETE.
Tras especular sobre el significado de la frase, Faulkner fue tranquilizando su mente. Miró las casas con ojos inexpresivos. Poco a poco, los perfiles ya oscurecidos de las viviendas comenzaron a fundirse y debilitarse. Los largos balcones y las rampas, en parte ocultos por árboles de formas diversas, se transformaron en masas incorpóreas, gigantescas unidades geométricas.
Respirando con calma, cerró poco a poco su mente y luego, sin esfuerzo alguno, borró de su conciencia la identidad de las casas situadas frente a él.
Observaba ahora un paisaje cubista, una colección de azarosas formas blancas sobre un fondo azul. Varias motas verdes se movían con lentitud de un lado a otro. Se preguntó en vano qué representaban en realidad esas formas geométricas. Sabía que, tan sólo unos segundos antes, habían constituido una parte inmediatamente familiar de su existencia cotidiana. Pero, por más que las dispusiera de uno u otro modo en su mente, por más que buscara sus asociaciones, seguían siendo combinaciones al azar de formas geométricas.
Había descubierto en sí mismo ese mismo talento hacía sólo tres semanas. Un domingo por la mañana, mirando con desprecio el silencioso aparato de televisión de la salita, comprendió de repente que la total aceptación y asimilación de su forma física le imposibilitaba para recordar su función. Le costó un considerable esfuerzo mental recuperarse y lograr identificar otra vez la caja de plástico. Movido por la curiosidad, ensayó su nuevo talento en otros objetos y averiguó que resultaba particularmente eficaz con los aparatos ricos en asociaciones, como lavadoras, automóviles y otros productos de consumo. Desprovistos de sus atributos propagandísticos y sus imperativos sociales, quedaban tan alejados de la realidad que precisaba de poco esfuerzo mental para eliminarlos por completo.
El efecto era similar al de la mezcalina y otros alucinógenos, cuya influencia convertía las arrugas de un cojín en tan vívidas como los cráteres de la luna, y los pliegues de una cortina en los rizos que formarían las olas de la eternidad.
Faulkner había experimentado de manera metódica durante las semanas siguientes al descubrimiento, practicando su habilidad para cortocircuitarlo todo. El proceso fue lento, pero, de manera paulatina, pudo eliminar grupos de objetos cada vez mayores: los muebles de la salita, fabricados en serie, los superesmaltados aparatos de la cocina, su coche guardado en el garaje… El automóvil, una vez perdida su identidad, quedó en la penumbra como una enorme esencia vegetal, fláccida y reluciente. Faulkner casi perdió el juicio al tratar de volver a identificar aquella masa. «¿Qué demonios será?», se había preguntado inútilmente, mientras se retorcía de risa.
Y conforme se desarrollaba su talento, había empezado a vislumbrar que existía una ruta para escapar al mundo intolerable de Menninger Village, que le ahogaba.
Había descrito su habilidad a Ross Hendricks, otro profesor de la escuela de comercio, que vivía a pocas casas de distancia y era su único amigo íntimo.
—En realidad, quizás esté saliéndome del tiempo —especuló Faulkner—. Sin el sentido del tiempo, se hace difícil mantener la conciencia visual. Es decir, eliminar el vector tiempo del objeto que ha perdido su identidad libera a éste de todas sus asociaciones cognoscitivas cotidianas. Otra posibilidad consiste en que haya encontrado por casualidad un medio de anular los centros fotoasociativos que en estado normal nos permiten identificar objetos visuales, del mismo modo que a veces oyes hablar a alguien en tu propio idioma y ninguno de los sonidos tiene para ti el menor significado. Todo el mundo lo ha comprobado alguna vez. Hendricks meneó la cabeza.
—Sí, pero no centres en eso tu carrera —le contestó, observándole con atención —. No es tan sencillo ignorar el mundo. La relación sujeto-objeto no está tan polarizada como sugiere el Cogito ergo sum de Descartes. Te desvalorizarás a ti mismo en el mismo grado en que desvalorices el mundo exterior. Me parece que tu auténtico problema consiste en invertir el proceso. Hendricks, por mucha que fuera su simpatía por Faulkner, no podía ayudarle. Además, resultaba placentero ver el mundo de otra manera, revolcarse en un panorama infinito de imágenes de brillante colorido. ¿Qué importaba que tuviera forma pero no contenido?
Un ruido agudo le despertó de pronto. Se incorporó, sobresaltado, y alcanzó torpemente el despertador, que debía despabilarle a las once en punto. Comprobó que sólo eran las diez cincuenta y cinco. Ni el despertador había sonado ni él había recibido la descarga de la pila. Y sin embargo, el ruido había sido muy claro. Nada extraño, con tantos servomecanismos y máquinas automáticas en la casa. Pudo haber sido cualquiera de los aparatos.
Una sombra cruzó el panel de vidrio opaco que formaba la pared lateral de la salita. Faulkner vio a través de ella, en el estrecho camino que separaba su casa de la de los Penzil, un automóvil que aparcaba y frenaba. Del coche salió una joven, vestida con una blusa azul, que entró en la otra vivienda. Se trataba de la cuñada de Penzil, una muchacha de veinte años que llevaba un par de meses viviendo con el matrimonio. En cuanto la recién llegada desapareció en el interior de la casa, Faulkner desató su muñeca y se puso en pie. Abrió las puertas de la veranda y paseó por el jardín, mirando hacia atrás por encima del hombro. La chica, Louise — Faulkner jamás había hablado con ella—, estudiaba escultura por las mañanas, y al regresar, solía darse una prolongada ducha, antes de tenderse a tomar el sol.
Faulkner se agachó, arrojó unas cuantas piedras al estanque y simuló enderezar algunas de las tablillas de la glorieta. Entonces advirtió que Harvey, un muchacho de quince años, hijo de los McPherson, se aproximaba hacia él desde el jardín adyacente.
—¿Por qué no has ido a la escuela? —preguntó al chico, un joven larguirucho, de rostro inteligente y alargado bajo una melena de color castaño.
—Tendría que haber ido —contestó Harvey sin el menor embarazo—. Pero convencí a mi madre de que me sentía muy nervioso, y Morrison añadió, refiriéndose a su padre— dijo que pasaba demasiado tiempo razonando. —Se encogió de hombros—. Los pacientes de aquí son excesivamente tolerantes.
—Por una vez, he de darte la razón —convino Faulkner, echando una ojeada a la caseta de la ducha por encima del hombro.
Una figura sonrosada entró en la caseta, ajustó los grifos y se oyó el sonido del agua brotando a chorros.
—Dígame, señor Faulkner, ¿se da cuenta de que, desde la muerte de Einstein, en 1955, no ha habido un solo genio? Desde Miguel Ángel, pasando por Shakespeare, Newton, Beethoven, Goethe, Darwin, Freud y Einstein, todas las épocas han contado con un genio viviente. Ahora, por vez primera en quinientos años, dependemos sólo de nosotros mismos.
—En efecto —asintió Faulkner, con la mirada fija en la caseta—. Yo también me siento terriblemente solo cuando pienso en ello.
Acabada la ducha, lanzó un gruñido a Harvey, se encaminó de regreso a la veranda, se sentó de nuevo en la silla y ató la correa de la pila a su muñeca.
Con firmeza, objeto por objeto, empezó a descomponer el mundo que le rodeaba. Las casas de enfrente, en primer término. Las blancas masas de los tejados y balcones quedaron pronto convertidas en rectángulos unidimensionales; las líneas de las ventanas, en pequeños cuadrados de color, como las cuadrículas de un Mondrian abstracto. El cielo fue un liso campo azulado. Un avión lo cruzó a lo lejos, entre el rugido de sus motores. Faulkner eliminó con cuidado la identidad de la imagen y observó después la afilada y plateada flecha, alejándose como el fragmento de una fantasía en dibujos animados.
Mientras esperaba que los motores se apagaran, oyó otra vez el ruido extraño que había escuchado antes. Sonó a muy poca distancia, cerca de la ventana francesa situada a su derecha. No obstante, se hallaba tan inmerso en el caleidoscopio que se revelaba ante él que no llegó a despertarse.
Desaparecido el avión, centró su atención en el jardín. Suprimió en seguida la valla blanca, la falsa glorieta y el disco elíptico del estanque ornamental. El sendero se alargó hasta circundar el estanque y, en cuanto anuló sus recuerdos de las innumerables veces que había recorrido aquel trecho, se proyectó en el aire, igual que un brazo de terracota sosteniendo una enorme joya de plata.
Satisfecho por haber suprimido el Cajón y el jardín, comenzó a demoler la casa. Los objetos le resultaron más familiares, extensiones muy personalizadas de sí mismo. Inició su tarea a partir de los muebles de la veranda, transformando las sillas tubulares y la mesa recubierta de vidrio en un trío de espirales verdes. A continuación, giró levemente la cabeza y seleccionó el aparato de televisión, que estaba en la salita, a su derecha. El televisor se aferró con escasa fuerza a su identidad, y Faulkner no tuvo dificultad en apartar su mente de ella, hasta reducir la caja de plástico marrón, con sus falsos surcos de madera, a una masa amorfa.
Una por una, eliminó todas las asociaciones mentales de la estantería, el escritorio, las lámparas y los marcos de los cuadros. Como muebles arrumbados en algún almacén psicológico, todo quedó suspendido en el vacío. Los blancos sillones y los sofás semejaron adormecidas nubes rectangulares.
Vinculado a la realidad sólo por el mecanismo del despertador atado a su muñeca, movió la cabeza de izquierda a derecha, eliminando de manera sistemática todo vestigio de significado en el mundo que le rodeaba, reduciendo hasta el objeto más pequeño a su estricto valor visual.
Y poco a poco, también este valor visual se desvaneció. Las abstractas masas de color se disolvieron, arrastrando tras ellas a Faulkner, transportándole a un mundo de pura sensación psíquica, donde bloques de ideas flotaban como campos magnéticos dentro de una nube…
El despertador sonó con un estruendo estremecedor; la pila envió agudos espasmos de dolor al antebrazo de Faulkner. Sintió un hormigueo en el cráneo, que le hizo volver a la realidad, y se arrancó de un tirón la ligadura de la muñeca. Se frotó el brazo rápidamente y desconectó la alarma.
Permaneció sentado unos minutos, mientras seguía dándose masaje a la muñeca e identificaba los objetos que le rodeaban, las casas de enfrente, los jardines, su hogar…, consciente de que una pared de vidrio había quedado interpuesta entre ellos y su psique. Por mucho que concentrara su mente en el mundo exterior, una especie de pantalla continuaba separándole de ese mundo, una pantalla que aumentaba su opacidad de modo imperceptible.
También a otros niveles iban apareciendo mamparas.
Su esposa llegó a casa a las seis, agotada después de una jornada de duro trabajo. Se mostró consternada al encontrar a Faulkner deambulando en un estado de semiletargo y con la veranda sembrada de vasos sucios.
—¡Oye, limpia eso! —chilló cuando Faulkner le cedió la silla y se dispuso a irse al piso de arriba—. No dejes la veranda así. Pero ¿qué te pasa? ¡Vamos, despierta!
Faulkner recogió un montón de vasos rezongando entre dientes, y trató de dirigirse a la cocina. Julia se interpuso en su camino cuando trataba de salir. Algo llevaba en mente. Tomó varios rápidos tragos de su martini y luego le lanzó unos cuantos comentarios insinuantes respecto a la escuela de comercio. Faulkner supuso que su mujer la había visitado con cualquier pretexto. Sus sospechas se vieron reforzadas cuando Julia se refirió a él mismo de pasada.
—Es muy difícil vincularse —le dijo Faulkner—. Dos días de vacaciones y ya nadie se acuerda de que trabajas allí.
Un colosal esfuerzo de concentración le había permitido no mirar a su esposa desde su llegada. De hecho, no habían intercambiado una mirada directa en toda la semana. Esperanzado, se preguntó si ese hecho la habría deprimido.
La cena significó para él una lenta agonía. El olor a la carne autococinada había impregnado la casa durante toda la tarde. Incapaz de tragar más de dos o tres bocados, no encontró nada en que centrar su atención. Porfortuna, Julia tenía mucho apetito, y él pudo fijarse en el pelo de su esposa mientras ésta cenaba y dejar que sus ojos vagaran por la habitación cuando ella alzaba la mirada.
Después de la cena, gracias a Dios, llegó el momento de la televisión. El crepúsculo difuminaba las demás casas de Menninger Village cuando el matrimonio tomó asiento a oscuras frente al aparato. Julia refunfuñó.
—¿Por qué vemos la televisión todas las noches? —preguntó—. Me parece una absoluta pérdida de tiempo.
—Se trata de un interesante documento social —replicó Faulkner.
Hundido en su sillón de orejas, con las manos aparentemente enlazadas detrás del cuello, se tapaba los oídos con los dedos, eliminando los sonidos del programa.
—No prestes atención a lo que dicen —recomendó a su mujer—. Le encontrarás más sentido.
Observó a los personajes, que gesticulaban en silencio, como peces enloquecidos.
Los primeros planos de los melodramas resultaban particularmente divertidos. Cuanto más intensa la situación, mayor la farsa. De pronto, recibió un fuerte golpe en la rodilla. Alzó los ojos y vio a su esposa inclinada sobre él, con el entrecejo fruncido y los labios moviéndose con furia. Sin apartar los dedos de los oídos, Faulkner examinó el semblante femenino con indiferencia, especulando por un instante sobre la posibilidad de completar el proceso y suprimir a Julia, lo mismo que había hecho con el resto del mundo unas horas antes. Si obraba así, ya no tendría que preocuparse por poner el despertador…
—¡Harry! —la oyó gritar.
Se irguió con un sobresalto. El estruendo del televisor se mezclaba con la voz de Julia.
—¿Qué ocurre? Estaba dormido.
—Estabas en trance, querrás decir. ¡Por el amor de Dios, respóndeme cuando te hablo! Te decía que vi a Harriet Tizzard esta tarde.
Faulkner gruñó, y su mujer se apartó de él.
—Ya sé que no soportas a los Tizzard, pero he decidido que deberíamos
conocerlos mejor…
Mientras su esposa parloteaba, Faulkner se hundió entre las orejas del sillón. Y en cuanto Julia volvió a sentarse, se llevó las manos detrás del cuello, emitió unos cuantos monosílabos discretos, deslizó los dedos en sus oídos y aniquiló así la voz femenina. Después, miró tranquilamente hacia la silenciosa pantalla.
A las diez en punto de la mañana siguiente, volvió a situarse en la veranda, con el despertador atado a su muñeca, para disfrutar durante una hora de las formas incorpóreas suspendidas a su alrededor y liberar su mente de ansiedades. Al avisarle la alarma, a las once en punto, se sintió fresco y sosegado, capaz por unos instantes de examinar las casas cercanas con la curiosidad visual que los arquitectos habían pretendido. Gradualmente, sin embargo, todo volvió a secretar su veneno, su capa de irritantes asociaciones. Al cabo de diez minutos, consultó malhumorado su reloj de pulsera.
El coche de Louise Penzil frenó. Faulkner desconectó la alarma del despertador y se adentró en el jardín, con la cabeza baja para esconderse de las viviendas cercanas en la medida de lo posible. Apostado junto a la glorieta, fingió reparar las tablillas aflojadas por las rosas. Harvey McPherson asomó de repente la cabeza por encima de la valla.
—Harvey, ¿continúas en casa? ¿No piensas ir a la escuela?
—Bueno, sigo el curso de relajación de mamá —explicó Harvey—. Creo que el contexto competitivo del aula es…
—También yo trato de relajarme —le interrumpió Faulkner—. Dejémoslo así. ¿Por qué no te largas?
—Señor Faulkner —prosiguió Harvey, sin alterarse—, hay un problema
metafísico que me preocupa. Quizás usted pueda ayudarme. Se supone que la velocidad de la luz es la única magnitud absoluta en el espacio tiempo. Pero se acepta que toda estimación de la velocidad de la luz implica el componente tiempo, subjetivamente variable… Entonces, ¿qué nos queda?
—Mujeres —contestó Faulkner.
Miró por encima de su hombro hacia la casa de los Penzil y luego, malhumorado, volvió la espalda a Harvey. El muchacho arrugó la frente y trató de arreglarse el pelo.
—¿Cómo ha dicho?
—Mujeres —repitió Faulkner—. Ya sabes, el sexo débil, las féminas.
—¡Oh, no!
Harvey se alejó hacia su casa, meneando la cabeza y murmurando.
«Eso te mantendrá callado», pensó Faulkner. Escudriñó la casa de los Penzil a través de las tablillas de la glorieta, hasta que distinguió a Harry Penzil, de pie en el centro de su veranda, mirándole ceñudo.
Faulkner se volvió con rapidez, simulando arreglar un rosal. Cuando regresó a la veranda, descubrió que estaba sudando. Harry Penzil era el tipo de hombre capaz de saltar por encima de la valla y asestarle un puñetazo.
Se preparó un combinado en la cocina, lo llevó a la veranda y se sentó, esperando a que se calmara su desasosiego antes de disponer el despertador.
Se hallaba atento a cualquier sonido que llegara de la casa de los Penzil cuando oyó un familiar y tenue ruidito metálico, procedente de la vivienda de la derecha.
Faulkner se inclinó hacia delante, para examinar la pared de la veranda. Estaba formada por una gruesa lámina de vidrio muy deslustrado, absolutamente opaco, que sostenía algunas de las vigas del techo y las planchas de polietileno acanalado. Justo detrás de la veranda, ocultando las porciones más próximas de los jardines adyacentes, había una celosía de tres metros, que se extendía otros seis a lo largo de la valla del jardín y aparecía repleta de camelias japonesas.
Faulkner inspeccionó con todo cuidado la celosía. De pronto, descubrió el contorno de un objeto negro y cuadrado, montado sobre un pequeño trípode que se apoyaba detrás del primer soporte vertical, a tres metros de la abierta ventana de la veranda. El disco de un pequeño ojo de vidrio observaba imperturbable a Faulkner a través de una de las ranuras horizontales.
¡Una cámara! Faulkner saltó de su silla, mirando incrédulo el instrumento.
Llevaba varios días en funcionamiento. Sólo Dios sabía cuántas escenas de su vida privada habría filmado Harvey para su propia diversión.
Colérico, avanzó hacia la celosía, arrancó una de las partes metálicas del soporte y agarró la cámara. Al tirar del aparato a través del hueco, cayó el trípode con gran estrépito. Faulkner oyó que alguien, en la veranda de los McPherson, saltaba con precipitación de su silla.
Forcejeó hasta arrancar el cable del control remoto unido a la palanca del obturador. Abrió la cámara, extrajo la película, la tiró al suelo y la aplastó con el tacón de su zapato. Luego recogió los fragmentos, dio unos pasos y arrojó lo que quedaba de ella por encima de la valla, al extremo opuesto del jardín de los McPherson.
El teléfono sonaba en el vestíbulo cuando volvió a la casa para acabar su bebida.
—¿Sí, qué hay? —gritó en el receptor.
—¿Harry? Soy Julia.
—¿Quién? —contestó Faulkner, sin pensar—. ¡Ah, sí! Bueno, ¿cómo va todo?
—No muy bien, al parecer. —La voz de Julia se había endurecido—. Acabo de sostener una larga conversación con el profesor Harman. Me ha dicho que renunciaste a tu trabajo en la escuela hace dos meses. Harry, ¿a qué estás jugando? Apenas me atrevo a creerlo.
—Apenas me atrevo a creerlo yo mismo —replicó Faulkner, burlón—. Es la mejor noticia que me han dado desde hace varios años. Gracias por confirmármela.
—¡Harry! —vociferó su esposa—. ¡Contrólate! Si piensas que voy a soportarte, estás muy equivocado. El profesor Harman me dijo que…
—Ese idiota de Harman… —la interrumpió Faulkner—. ¿No te das cuenta de que pretendía volverme loco?
La voz de Julia ascendió hasta un chillido de histeria. Faulkner se apartó del receptor y lo colgó en silencio. Después de unos momentos, volvió a levantarlo y lo dejó sobre el listín.
La mañana primaveral se cernía sobre Menninger Village como un telón de silencio. Aquí y allá, un árbol se agitaba en el cálido ambiente, o se abría una ventana, reflejando los rayos del sol. Por lo demás, el silencio y la tranquilidad eran totales. Faulkner, sentado en la veranda, tiró el despertador bajo la silla y se sumergió más y más en su sueño privado, en el demolido mundo de forma y color que, inmóvil, permanecía suspendido a su alrededor. Las casas de enfrente se habían esfumado, sustituidas por grandes bandas rectangulares de color blanco. El jardín se reducía a una rampa verde, en cuyo extremo se mantenía en equilibrio la elipse plateada del estanque. La galería era un cubo transparente. Y en su centro, se hallaba Faulkner, flotando como una imagen en un océano fantástico. No sólo había suprimido el mundo que le circundaba, sino también su propio cuerpo. Sus extremidades y su tronco le parecían una extensión de su mente, formas incorpóreas impresas en su cerebro, como una conciencia onírica de su propia identidad.
Varias horas más tarde, mientras gozaba plácidamente de su fantasía, advirtió una repentina intrusión en su campo visual. Forzó la vista y vio con sorpresa frente a él la figura vestida de negro de su mujer, gritando furiosa y gesticulando con su bolso.
Faulkner examinó durante varios minutos la discreta y familiar entidad de Julia, las proporciones de sus piernas y brazos, los planos de su cara… Después, sin moverse, empezó a desmantelarla en su cabeza, a borrarla literalmente miembro a miembro. Primero, olvidó aquellas manos que no cesaban de agitarse y retorcerse como pájaros locos; a continuación, los brazos y los hombros, suprimiendo todos los recuerdos de su energía y movimientos. Por fin, olvidó la cara, mientras ésta se aproximaba a él, mostrándole la frenética actividad de los labios. Hasta que el rostro sólo le ofreció una difusa masa pastosa, grisácea y rosada, deformada por diversos salientes y surcos, dividida por orificios que se abrían y se cerraban como extraños fuelles.
Regresó al silencioso panorama de su sueño, consciente de los insistentes
empujones de la mujer que le acompañaba. Aquella presencia le pareció horrenda, deforme, una confusión de molestos ángulos.
Por último, se produjo un breve contacto físico entre ambos. Faulkner se agitó para apartarla. Sintió que ella se aferraba a su brazo como un perro. Trató de quitársela de encima a empujones, más ella le sujetó con más fuerza todavía, tirando de él en el colmo de la irritación.
Los movimientos de la mujer eran violentos y torpes. Faulkner trató al principio de ignorarlos. Luego, comenzó a refrenarla y alisarla, trabajando su angulosa figura hasta convertirla en otra más blanda y redondeada.
Siguió su tarea, modelando a la mujer como un escultor la arcilla. Fue entonces cuando escuchó una serie de crujidos, que un persistente chillido hacía apenas audibles. Terminada su obra —una masa de goma esponjosa que emitía un leve quejido—, la dejó caer al suelo.
Regresó a su ensueño, volviendo a asimilar el inalterado paisaje. El roce con su esposa le había recordado el único impedimento que restaba: su propio cuerpo. Había olvidado su identidad, pero sentía su gravedad y su calor, una sensación vagamente desagradable, igual que una cama mal hecha molesta a una persona de sueño agitado. Pretendía llegar al mundo de las ideas puras, a la serena sensación psíquica que no pudiera ser alterada por medio físico alguno. Sólo así escaparía a la náusea del mundo
exterior.
En algún lugar de su mente, surgió una idea. Se puso en pie y abandonó la veranda, sin notar los movimientos físicos requeridos para ello. Se limitaba a flotar hacia el extremo opuesto del jardín.
Oculto por la glorieta de rosas, permaneció cinco minutos al borde del estanque. Se metió en el agua, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y avanzó con extrema lentitud. Al llegar al centro, se sentó, tras apartar las hierbas, y luego se tumbó en el agua.
Fue sintiendo poco a poco cómo la masilla que parecía su cuerpo se disolvía, se enfriaba y dejaba de oprimirle. Miró a través de la superficie del agua, quince centímetros por encima de su cara, y vio el disco azul del cielo, tranquilo y despejado por completo, expandiéndose hasta colmar su conciencia. Al fin, había encontrado el trasfondo perfecto, el único campo posible de formación de las ideas, un continuo absoluto de existencia, no contaminado por las excrecencias materiales. Contempló fijamente aquella imagen y esperó a que el mundo se disolviera y le liberara.
FIN